Después de unos minutos dentro del extraño ambiente que para nosotros fueron siglos, se acercó la cubana Colasa. Al caminar se contoneaba y pasaba su mano con gracia sobre el negro, corto y ensortijado cabello que traía arreglado con minúsculas trenzas que brillaban de tanta vaselina y remataban en unos pequeños huesos y moños de color rojo, realzando así su aspecto de pitonisa.
Excitada por el esfuerzo que hacia al llevar a cabo su trabajo, de su morena y amplia frente le escurrían gruesas gotas de sudor; en aquel momento sin avisar, nos roció con una loción verde y olorosa. Nos indicó que entráramos a una habitación adornada con policromos cortinajes, en los quicios colgaban algunas cabezas de ajo y unos ramos de hierbas, en el centro del cuarto había un viejo y destartalado anafre de lámina que tenía algo que ardía y echaba un sahumerio fastidioso y picante; Colasa siempre utilizaba ese espeso humo para sus trabajos, pero a nosotros, aparte de hacernos toser y derramar una que otra lagrima, nos causaba gran dificultad para distinguir nuestro entorno. La cubana.
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Thursday, February 8, 2018
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